Siempre había percibido una extraña atracción hacia los signos de puntuación; lo que nunca imaginó es que una parte de su vida quedaría atrapada en ellos.
Así es como se sentía: con sus ilusiones rotas guardadas en una maleta rumbo a La Habana. Llevaba meses paseando sus sueños por el Malecón, iluminado de música y color, persiguiendo el sempiterno perfume que Lorca dejó en las calles habaneras hace ahora noventa años, sumergida en los arrecifes coralinos de Blue Reef o en las turquesas aguas varadenses. Se sentía fatal, con esta vida entre paréntesis. Esos malditos paréntesis, atestados de imágenes vitales congeladas, la estaban convirtiendo en un espectro en pijama.
Se sentía fatal hasta que dejó de soñar y despertó para ver, sin comprender aún, cómo la vida de millones de personas se quedaba “entre paréntesis” por miedo a la pandemia, rehuyendo el viaje que Caronte les ofrecía por la laguna Estigia. Mientras, cientos de millones expulsados del confinamiento parentético morían por una pandemia crónica para lo que no era necesaria ninguna vacuna, solo comida. Comida, en lugares donde el corona no destroza al hambre. No podía imaginar las terribles consecuencias de este duunvirato, en el que la cuarentena era pasar hambre una vida entera.
Un relámpago de fuerza arrolló su miedo intacto, rayos de compromiso y truenos de valentía iluminaron el arco iris más espectacular de su vida. Todo volverá, se dijo. Volverá lleno de colores irisados. Y pensó: cuando retornen las pequeñas grandes cosas de la vida, cuando salgan de entre esos paréntesis las ajadas maletas y las ilusiones estancadas, me acordaré cada día, si es necesario a las ocho, de todos aquellos que no son iluminados por más focos que los del sol, cuyos rayos atraviesan las gotas de agua para formar el arco iris.
Punto y aparte.