Todas las noches cerrábamos con una foto de Niko. Niko había nacido apenas un mes antes de que decretaran el estado de alarma. Comía, dormía, sobre todo dormía, y de cuando en cuando sonreía. Ese era el momento que esperábamos para echar el último vistazo al smartphone y apagar el día con un pequeño respiro de ilusión.
La víspera de la primavera estalló una guerra que alteraba todas las estrategias de combate hasta entonces desarrolladas. La batalla, paradójicamente, se iba a librar en la retaguardia. El enemigo estaba silente y agazapado por todas partes, sin mostrar ningún flanco por el que atacarle. Fue entonces cuando las autoridades ordenaron el confinamiento absoluto de la población, y fue entonces cuando empezamos a comunicarnos. La tela de araña de cables que la tecnología había extendido por el mundo facilitaba la propagación masiva de mensajes grupales, convirtiendo el aislamiento en un foro virtual de encuentro, y comenzamos a entrar en casas que nunca pensamos que llegaríamos visitar.
En el confinamiento al que estábamos sometidos, llegaban a diario cantidad de mensajes directos o rebotados de cualquier fuente, fiables o no, contradictorios o alentadores, con buena intención y sin base científica, simples bulos o canciones rescatadas del recuerdo. Después de tanta infodemia desalentadora que cada día se nos colaba en casa, la cara dulce de Niko nos ponía en la realidad: la vida tenía futuro.