Miércoles, 8 de marzo de 1989
Querida Laura,
El viento remueve y esparce las espigas de trigo en el campo que te vio crecer. Aquí el Sol brilla con menos intensidad desde que te fuiste y las golondrinas vuelven cada anochecer al nido sobre el tejado de casa. Pero tú no vuelves, Laura. No vuelves, y no sé dónde estás, ni cómo te encuentras, ni si cumpliste tus sueños, ni si me has podido perdonar. Lo más probable es que ya te hayas dado cuenta de quién soy y no quieras seguir leyendo esta carta escrita con las lágrimas que reprimí cuando te fuiste. Laura, mi niña. Sé que no soy digna de tu perdón, pero te sigo queriendo. Laura, hija mía.
Lo siento.
Miércoles, 8 de marzo de 2023
Querida Laura,
Te estarás preguntando quién soy y por qué te envío estos retazos rotos del pasado. La mente te dirá que es un sueño, que es imposible, pero el corazón herido quizás te impulse a seguir leyendo y descubrir por qué un tal Diego tiene esta pequeña carta que nunca llegó a enviarse hace 35 años y cuya caligrafía conoces tan bien.
Laura, ni siquiera sé si llegarás a recibir estos papeles que me han tenido vagando como alma destinada a ordenar la imagen de tu recuerdo. Pero en el caso de que sean tus ojos los que escruten el horizonte del pasado en estas letras que llegan quizás demasiado tarde, empezaré contándote el principio de mi búsqueda…
Me llamo Diego y estudio el último curso en el mismo instituto en que lo hiciste tú. ¿Cómo te conocí? Eso es bastante más complicado, casi mágico y puede que parte del destino –del tuyo y del mío. Esa fría semana de diciembre me habían mandado un trabajo sobre un libro clásico y aquel mismo día me aventuré entre las estanterías de la biblioteca del centro, dispuesto a encontrar algún clásico que de verdad despertara la curiosidad en mí.
Puede que ya hayas intuido cuál fue el libro que captó mi atención desde el principio: La Odisea, de Homero. Un grueso libro de páginas amarillentas que según el registro había pasado por muy pocas manos desde hacía mucho tiempo. La portada grababa la silueta de un héroe épico, Odiseo, en mitad del peligroso y largo viaje de regreso a su reino de Ítaca tras la guerra de Troya.
Parecía un libro emocionante y decidí tomarlo prestado para hacer el trabajo. Lo abrí para empezar a leerlo cuando, de repente, un tímido pedazo de papel con los bordes desgastados se deslizó desde el interior del libro hasta el suelo.
“El ave despliega las alas con delicadeza… A la llegada del Sol volará libre hacia el amanecer y nada podrá detenerla”.
El papel estaba firmado con un sencillo y contundente “Laura” acompañado de las iniciales G.L. y detrás la fecha 8 de marzo, 1988. Leí y releí la frase mil veces ese día.
Debo admitir que quedé profundamente marcado con las palabras de aquella misteriosa chica, como si un susurro fantasmal me arrastrara a las profundidades de un alma semejante a la mía, separada en el tiempo 35 años.
Me parecían una metáfora inquietante, una advertencia, una búsqueda de libertad demasiado parecida a mis pensamientos más recientes: toda mi familia ejercía en la medicina y estaban convencidos de que yo haría lo mismo. Sin embargo, lo que verdaderamente quería era ser periodista. Lo deseaba más que nada en el mundo. Pero la culpabilidad y el estrés me mataban: me sentía la oveja negra, la decepción de la familia… Yo también pensaba en volar lejos de todo, Laura, y por eso sentí la necesidad de conocer tus motivos para abandonar el nido.
Esa tarde no pude parar de leer, fascinado e inmerso en el misterioso ambiente que rodeaba aquel descubrimiento, como si la tal Laura hubiera embrujado con su hechizo del pasado las páginas de aquel libro. Convencido de que este guiño del destino me llamaba a conocer a la misteriosa Laura, como un héroe épico que no puede escapar de su futuro, empecé a inspeccionar las páginas de todos los libros más antiguos de la biblioteca, pero jamás encontré otra nota semejante.
Me tomé la libertad de echar una pequeña mentira piadosa y le conté al director que había descubierto recientemente la existencia de una tía que falleció hace mucho tiempo pero que estudió en ese instituto y deseaba conocerla, aunque solo fuera en una foto antigua. Mi actuación debió ser merecedora de los premios Goya porque en un instante tuve acceso a los registros y a los anuarios desde el año de la fundación del instituto en 1972.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando te descubrí, Laura, en la orla de 1988.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando te descubrí, Laura, en la orla de 1988. La única Laura cuyos apellidos se correspondían con las iniciales que grabaste en tu nota. Sabía que lo que se me acababa de ocurrir era una idea descabellada y que la frase que encontré podría ser simplemente un pensamiento o un fragmento de otra novela. Pero… ¿y si era una pista, un grito oculto en el desierto? Y si la muchacha rubia que parecía ocultar en su mirada triste el infinito la dejó ahí, esperando inconscientemente que otra alma triste descubriera su historia, que entendiera su impulsivo y dudoso vuelo.
Para mi alegría, reconocí otra adolescente figura entre las fotos de tus compañeros. Mateo, el dueño de la ferretería del pueblo, conservaba su alargado rostro intacto al paso del tiempo. Fui a su ferretería e intenté inventarme algo para que me hablara de ti pero me puse nervioso y al final le acabé contando la verdad: que había encontrado tu nota en un libro de la biblioteca y quería conocerte.
La sonrisa de Mateo desapareció cuando leyó lo que habías escrito hace 35 años y, mirándome seria y amablemente a los ojos, me contó que erais amigos y que un amargo día del verano del ‘88 tú desapareciste para siempre de sus vidas y nunca más te volvió a ver. Recordé tus palabras, que ya resonaban en mi interior como mi propio latido: el ave voló con la llegada del Sol.
“Yo… la quería. Mucho”, me dijo reprimiendo las lágrimas. Noté el dolor que le provocaba tu recuerdo y esto no hizo sino acrecentar mi curiosidad por ti, Laura. Mateo me escribió la dirección de tu casa para que tu familia me explicara lo que consideraran apropiado, si es que aceptaban que mi dedo hurgara la llaga de tu recuerdo tres décadas después de tu desaparición.
Cuando llegué a la casa de tu juventud recuerdo que me impactó el hecho de que fuera una casa normal. No se distinguía del resto y sin embargo, estaba seguro de que sus muros callaban un oscuro secreto. Algo debió de pasar para que una chica, más niña que mujer, huyera de su casa tan repentinamente… y yo estaba dispuesto a descubrirlo.
La señora que me recibió con una mezcla de recelo y curiosidad se llamaba Isabel. Era tu madre. Pronto, intuí que se trataba de una anciana carente de compañía y afecto, cuyo sufrimiento se leía en cada surco de su piel y en aquella luz tenue, celosamente reprimida, en su mirada.
La anciana, sorprendida por escuchar de nuevo tu nombre, Laura, desviaba el tema, se hacía la sorda cuando le interesaba
La anciana, sorprendida por escuchar de nuevo tu nombre, Laura, desviaba el tema, se hacía la sorda cuando le interesaba y yo, cayendo intencionadamente en su juego de atención, aceptaba hacerle recados de vez en cuando y visitarla por las tardes para charlar sobre ti. ¡Tu nombre le dolía tanto! Una vez me quedé escuchando su sollozo detrás de la puerta de la cocina y me pregunté si de verdad estaba bien lo que hacía, reviviendo el dolor de una pobre mujer. Pero el recuerdo de tus palabras siempre me impulsaba a continuar, a descubrir tus razones para abandonarlo todo.
Llevaba casi un mes visitando a Isabel sin recoger grandes frutos hasta que un día la miré seriamente y le dije que quería saber la verdad. Que la historia de su hija se había vuelto personal, que necesitaba respuestas y quizás eso también la ayudaría a ella a sanar. Con una sonrisa triste y lágrimas en los ojos, Isabel me ofreció una caja de madera y me dijo que era todo lo que le quedaba de ti, Laura.
En su interior, había infinidad de recortes de lugares que parecían sacados de cuentos de hadas, cuadernos repletos de mundos fantásticos y personajes inventados, y un diario. El diario de Laura. Tras varios ruegos, conseguí tomarlo prestado y gracias a él, pude reconstruir la historia de una joven muchacha con la cabeza en las nubes que soñaba con escribir todas aquellas historias maravillosas que la ocupaban durante la mayor parte de su tiempo.
Laura…Mi querida Laura. Tú querías cumplir tus sueños por encima de todo, pero tus padres no opinaban lo mismo. Se negaban rotundamente a tus planes de seguir estudiando y empezar a publicar tus relatos en alguna revista. Tu madre en especial no estaba dispuesta a ceder a los “sueños locos” de una niña que no sabía nada de cómo era la vida y de cuál era el sitio de las mujeres.
Ella misma me contó entre lágrimas cómo un día te pilló tan ensimismada escribiendo, sin enterarte de las faenas y los problemas de la casa que, llena de rabia, te pegó un bofetón y rompió la hoja que estabas escribiendo. Jamás se lo llegaste a perdonar y ese fue el comienzo de vuestras frecuentes y cada vez más intensas peleas.
Por su parte, tu madre estaba convencida de que la culpa la tenían esas maestras educadas que venían a traer sus aires de ciudad al pueblo y a alterar las ideas de las niñas con sus absurdos ideales cosmopolitas. “¡Eso se acabaría pronto, sí señor!” Te sacaría de la escuela y te enseñaría el oficio que traería de verdad dinero a la casa. Serías costurera como todas las mujeres de la familia y trabajarías en el taller del pueblo. Y no había más que decir.
Dolida ante las constantes amenazas de sacarte de la escuela, te aferraste aún con más fuerza a la escritura, desobedeciendo siempre que podías a tu madre y rebelándote incluso frente a desconocidos. La gota que colmó el vaso llegó cuando tus padres decidieron “centrarte” amenazándote con casarte con un muchacho del pueblo, un joven de buen corazón que ahora llevaba una ferretería. Pero tú, querida Laura, no ibas a aceptar de ninguna manera que te robaran la libertad así.
El ave desplegará sus alas a la llegada del Sol y así fue como tú volaste una silenciosa noche de junio de 1988. Te buscaron por todas partes pero nunca lograron dar contigo. El caso prescribió y los ojos misteriosos de Laura quedaron en el olvido para todos menos para sus padres, que se culparon de la escapada de su hija. Tu padre murió de pena en unos meses y tu madre, Isabel, sufrió durante toda su vida con la mirada apagada porque sabía que solo ella y su afán de convertirte en una sumisa y obediente ama de casa tenía la culpa de que ya no estuvieras a su lado.
Todas las tardes, Laura, tu madre saca dos sillas a la entrada de su casa y se queda mirando fijamente el final de la calle
Todas las tardes, Laura, tu madre saca dos sillas a la entrada de su casa y se queda mirando fijamente el final de la calle, esperando a que su niña vuelva con los rayos de sol que se la arrebataron y se siente en esa silla que ha permanecido vacía 35 años, pero que te espera con la ternura de un corazón roto que quiere sanar pidiendo perdón. A la llegada del ocaso, tu madre guarda las dos sillas con la esperanza de que quizás al día siguiente vuelvas y te pueda mostrar su arrepentimiento. La carta que te mando con fecha de 1989 me la dio ella. Dijo que nunca la había llegado a enviar porque no sabía dónde vivías, pero que quizás ahora estés dispuesta a perdonarla.
Te preguntarás cómo he dado con tu dirección. Me la dio tu mejor amiga en aquella época, Sofía, que vive en Barcelona y que prometió guardar tu secreto. Sin embargo, cuando le conté lo que sabía de ti no dudó en relatarme con ternura lo que fue de tu vida desde el verano del ‘88. Por ella supe que te habías fugado a la gran ciudad en busca de oportunidades, que habías tenido una vida muy dura llena de limitaciones de género que habías sabido superar con tu rebeldía natural, que habías acabado escribiendo novelas con seudónimo y que habías terminado viviendo en un pueblecito de Aragón sacado de un cuento de hadas, enamorada de un humilde maestro de escuela. Pero esto se lo contaste casualmente en un encuentro que tuvisteis hace 10 años.
Ni siquiera sé si seguirás viviendo en esta dirección a la que te escribo o sí fuiste tú realmente quién escribió ese grito de libertad entre las páginas de La Odisea. Lo que sí sé, querida Laura, es que la historia de esa misteriosa chica que sufrió tanto por los prejuicios de su género, ha dejado huella en mi adolescente e impulsivo corazón.
Querida Laura, tu historia me ayudó a ser valiente, imitando tu rebeldía y tu coraje, para contarles a mis padres mis deseos de ser periodista en vez de médico. Para mi sorpresa, ellos lo comprendieron y me dijeron que daba igual qué quisiera estudiar mientras estuviéramos siempre juntos.
Por favor, si lees esta carta que tanto me está costando enviar y decides escribir a este pobre chico que se vio envuelto por tu historia, no olvides que las heridas del alma deben sanar, que hay una anciana con el cabello de plata y el corazón destrozado esperando ver tu silueta al final de la calle. No olvides, querida Laura, que hasta la más libre ave vuelve a su nido y encuentra la paz.
Con cariño,
Diego.
María Caro de las Heras, estudiante del IES La Besana, presentó este relato en el concurso convocado para el Día de la Mujer. El premio quedó desierto al ser el único trabajo presentado, que sin duda merece el premio.